viernes, 15 de octubre de 2010

Capítulo IV (Parte II)

El muchacho echó la vista hacia atrás y vio a un hombre demacrado por el paso del tiempo con más marcas en el cuerpo que la señora. Iba desnudo, dejando sus mutilaciones al descubierto. La repugnancia, el mal gusto y la muerte se habían hecho hombre en aquel momento. Una ráfaga de luz viajó a través de la cabeza de Rashkolnikov diciéndole cosas en aquel idioma que él creía olvidado. Tenía que pensar en cómo sobrevivir frente a esa abominación y además, traducir lo que oía. Si la puerta estaba cerrada, la única salida alternativa era una ventana, por lo que huyó despistando al viejo y aprovechó para llegar al mismo piso que su hermano.
-Cosow, ¿estás aquí?
Silencio.
-Cosow, ¿estás aquí?
Silencio.
-¡Cosow, ¿dónde estás?!
Se oía el intento de una persona de gritar mientras que algo pretendía impedirlo. Entró en la habitación de las marionetas. Oscuridad era lo único que se lograba ver más allá de la ventana. Al adentrarte en aquel dormitorio tenías a la derecha un gran armario dorado y rojo, en frente, dos camas pequeñas y entre ellas, una mesilla pequeña compartida. Al final de la habitación, una ventana de donde colgaban multitud de marionetas deformadas. Algunas sin un ojo, otras sin ninguno, algunas sin brazos, otras sin piernas. Cosow intentó alertar a su hermano. Miró hacia arriba y vio que algo, un ser con ojos rojos resaltantes, rojos brillantes como la luz crepuscular que la Luna emanaba entre las nubes en las noches de **** junto a las estrellas. Lo esquivó y le pegó una patada. Comenzaron a saltar una tras otra sobre él intentando inmovilizarlo, sin éxito. Fue hacia su hermano corriendo, lo cogió de un brazo y tiró. Uno de aquellos títeres lo sujetaba también por la otra extremidad, así que Rodka, impulsado por la rabia y la desesperación, le metió un puñetazo brutal a aquel trozo de madera viviente haciendo que golpease contra el cristal de la ventana haciéndolo estallar en miles de pedazos y dejando oír un chasquido que precedería al silencio. Su puño estaba sangrando, infestado de astillas que se clavaban más y más cada vez que abría y cerraba el puño. Podía sentir como el corazón latía en sus dedos y ver como la sangre caía al suelo. Cerró los ojos, echó la cabeza hacia abajo y pensó que no tenía opciones. No podía sentir dolor, no podía permitirse ese lujo. Cogió un colchón y lo tiró por la ventana, con el otro, hizo lo propio. Agarró la mano del joven y lo aferró contra su pecho dejándose caer de espaldas intentando protegerlo. Una caída, el vacío, estaba a palmos de distancia.

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