sábado, 30 de octubre de 2010

Capítulo XI (Parte I)

Se apoyó sobre la pequeña consola que había colocada al lado de la escalera para descansar. Había olvidado la lesión de su pierna y su cansancio; en el, en ese momento, primaba la supervivencia. Debía aprender forzosamente a rechazar el dolor, los pensamientos que no le ayudaran a salir de aquel lúgubre lugar. Alzó la vista y vio al final de la escalera la sombría apariencia de un hombre, parecía ya mayor, con el pelo canoso y largo; vestía una túnica blanca y su piel era lo único que cubría sus pies. Tenía las manos en su espalda. Cosow no se atrevió a subir así que llamó al hombre que le había concedido la libertad aparentemente.

-Hay un hombre que no me da mucha confianza al final de la escalera.
-¿Para qué quieres subir? -preguntó encendiéndose un cigarro mientras peinaba su cabello-.
-Obviamente, para salir; no hay ventanas en la planta baja.
-Chico, arréglatelas. Ya te lo dije: no te daré facilidades; además, puedo asegurarte que volverás aquí no hoy, sino dentro de unos días. Echarás de menos esta sensación.
-¿Qué sensación? ¿Una sensación de miedo, angustia, agobio?
-¿Eso has sentido? Qué poca hospitalidad habrás notado por nuestra parte, ¿no?
-Podría decirse que sí, pero eso ya no importa; veré qué hago para salir.
-Suerte -dijo el hombre entre risas-.

Cosow asintió en señal de agradecimiento y salió del cuarto con un largo suspiro. Llegó a los pies de la escalera y el viejo canoso seguía arriba, inmóvil con las manos tras la espalda y el mismo rostro horrible que marcaría la memoria del chaval de por vida. Al estar todo apagado no alcanzaba a ver bien sus facciones, pero de repente un rayo hizo penetrar un haz de luz de unos segundos, suficiente como para observar con detenimiento su cara y determinar un examen: varón, unos sesenta y pocos años, baja estatura y peso, pelo -afirmó- canoso y largo, la cara era un corte prácticamente; una incisión caracterizaba aquel semblante emanante de sufrimiento y decadencia y unos ojos azules grisáceos pedían auxilio a gritos por escapar de aquel cuerpo.

-¡Sal de ahí, déjame pasar! -gritó Cosow-.

El hombre negó con la cabeza y permaneció impasible ante la firmeza del muchacho.

-Escucha, capullo, o sales de ahí en medio ahora mismo o subo y te arranco lo que tengas ahí abajo, ¿me has entendido?

De nuevo se escuchó silencio pero esta vez lo que hizo el viejo fue inclinar la cabeza unos cuarenta y cinco grados hacia la derecha, como para entender mejor, y seguir indiferente a las amenazas del chico. Entonces, Cosow subió poco a poco tragando saliva, impertérrito; lo dominaban las ansias de salir de aquel lugar y el instinto de supervivencia, utilizaba como combustible la adrenalina que, en ese momento, funcionaba mejor que el queroseno en cualquier reactor dándole una energía y vitalidad dignas de su edad. Cuando iba por el décimo escalón vio al viejo sacar una mano -la izquierda- hacia fuera, dejando a la vista una mano con grandes faltas: tres dedos. Le faltaban a aquel personaje tres dedos, el anular, el índice y el dedo corazón. En su otra mano, un artilugio que sostenía con fuerza. La motosierra que había dejado en el suelo minutos antes tras matar a Völe. La alzó sobre su cabeza y zarandeó con fuerza de un lado para otro tratando de hacerla funcionar.

-No funciona, estúpido.

Se oyó un rugido de motor. La máquina funcionaba y estaba dispuesta a cortar lo que se le pusiera por delante. El hombre sonrió y Cosow alcanzó a ver sus escasos dientes, con un gran brillo amarillento. Calló y de repente -y sin saber porqué- comenzó a reír con cara de sádico y a perseguir escaleras abajo al muchacho. Cosow se lanzó sobre el hombre al llegar al suelo y se apropió de la maquinaria que manejaba el viejo loco aquel para usarla contra el mismo. Imitó al vejestorio ese levantando sobre su cabeza el arma y, en una décima de segundo se paró el tiempo para el chico. Matar se había convertido en un hábito para él, cuando antes no era así, nunca había deseado tan mal a nadie, nunca había llegado más allá de los insultos. Decidió parar esa matanza. De repente, la voz de Rashkolnikov sonó en el silencio nocturno de aquel edificio diciendo: "¡Mátalo!, sabes que quieres hacerlo".

-¿Por qué? -perguntó Cosow-.
-A eso sólo puedes responder tú.

Miraba a todas partes, intentando hallar el rostro de su hermano pero en vano.

-Te has equivocado de persona -sentenció el muchacho mirando al viejo temblar de miedo en el suelo agitándose y llorando-.

Vio como le salían las lágrimas al señor aquel pero le dio igual, cumplió con la orden de su hermano. Se le agarró a la pierna pidiendo compasión pero ya era demasiado tarde; un nuevo ser habitaba ahora en la mente de Cosow. El niño del que Dôrya se enamoró había muerto y nació algo nuevo; algo realmente aterrador que amenazaba con destruir a sus allegados poco a poco, incluyéndola a ella. Sí, también "ella" estaba incluida en las posibles causas de su nuevo carácter y sería una de las que pagara las consecuencias viviendo día a día, si conseguía escapar, la personalidad del chico al que quería -o eso hacía creer-. Volvió en sí y miró a aquel viejo, luego a la motosierra y lo último que pudo observar fue la muerte haciéndose carne en la de aquella persona, sus vísceras por el suelo, los pulmones luchaban por salir de la caja torácica, el hígado parecía dañado pero no por una herida externa, sino por una interna.

-Tendría algún problema con la bebida -pensó el muchacho-.

Arrancó la túnica y se la puso sobre sus hombros por si la necesitara. No llevaba nada más el hombre por debajo; estaba completamente desnudo. Cosow se ensañó con su cuerpo, comenzó a hacer cortes aquí y allá sin parar, le abrió la cabeza, cogió su cerebro y corazón que había dejado de latir hacía poco. Estaba hambriento y no sabía qué comer, así que recurrió al canibalismo. Oyó, años antes, que los órganos humanos no tienen nada tóxico, ni nada malo que pueda ocasionarle daños al comensal. Cuando ya no le quedaba hambre en el cuerpo del chico ni órganos en el del viejo cogió su cabeza y bebió la sangre movido por su sed.
Le dolía el estómago. Pensó que el hígado de aquel bebedor le podía haber causado alguna damnificación importante.

-¡Hijo de puta borracho, me has pegado algo! -gritó Cosow dándole patadas a su cara desfigurándola por completo dejando la nariz rota y ambos labios partidos, soltando la poca sangre que había dejado fluyendo por su cuerpo tras haberlo despellejado y bebido de sus venas-. Ahora sí, vamos allá.

Había cumplido su palabra: le arrancó sus pelotas por no apartarse.

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